Todos los hombres comenzamos como niños. Juguetones, traviesos, pendientes siempre de la pichanga y los flippers antes que de otras cosas de la vida. Y crecemos.
Y llega el momento en que comenzamos a mirar al lado y... ¿qué es lo que vemos? A aquellas niñas, a las que antes las considerábamos cursis y ñoñas por no querer jugar nuestros juegos, o porque jugaban a otras cosas, no acordes a nuestra básica filosofía de minimachos. Y las vemos crecer con nosotros.
Y nos damos cuenta que algo nos pasa al estar cerca de ellas. Las vemos de una forma distinta, nos fijamos más en lo que hacen, en sus ademanes, en su figura. Las vemos despertar y convertirse en menos niñas y más mujeres. Y nos sentimos embelesados e incómodos, todo al mismo tiempo.
Averiguamos lo que son los besos. Esa forma de contacto con ellas, húmedo y cercano, tierno y efusivo. Y queremos hacerlo, queremos saber qué se siente. Queremos saber si es verdad que en los besos todo desaparece, nada importa más que ese momento. Si de verdad hay magia.
Y lo conseguimos!!!! Ahí, en ese momento, por primera vez en nuestras vidas de niños, lo descubrimos por fin: que sí hay magia, que todo desaparece, que nada en el mundo importa más que ese momento. Y el corazón se nos acelera, las manos nos sudan, temblamos de miedo y emoción al saber que descubrimos que hay vida más allá de los juegos... qué importan los juegos.
Y no queremos parar. Queremos hacerlo por siempre. Son ellas las que nos despiertan, las que nos sacan del infantilismo en el que estamos sumidos y nos llevan hacia territorios desconocidos y excitantes para nosotros. Nos llevan hacia su mundo. Y queremos aprender a consentirlas, a acariciarlas, a comprenderlas, a fijarnos cada vez más en ellas, a nunca dejar de fijarnos en ellas. Todo para volver a sentir esa cercanía, esa humedad, ese sopor placentero que significa volver a unirnos a ellas en un beso.
Y comenzamos a ser menos niños y más hombres. - foto_masdelomismo
por TJ Nova.
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